domingo, 16 de junio de 2013

¡Aprender!

Era un anciano pobre pero rico de corazón, arruinado físicamente pero puro por dentro. Aunque muy lento, no paraba de caminar; todos los hombres que lo veían, lo admiraban. Admiraban sus ganas de seguir peleando por la vida y además con ganas de avanzar, si bien estaba derruido y cansado. No tenía familiares, éstos habían fallecido hacía un par de años, aunque conseguía amigos todos los días, mostrando honestidad y benevolencia en cada actividad que realizaba. Su sonrisa no desaparecía y su comprensión permanecía sumamente vivaz.

Me acuerdo del día que lo conocí:

El viejo hombre estaba apoyado en un árbol, sentado, leyendo, demostraba serenidad y paz interior.  Frente a él, tres chicos se pusieron a patear una pelota, simulando fútbol con dos arcos todavía no preparados. Parecían chicos sanos, humildes y felices, tenían 11 o 12 años, su sonrisa demostraba felicidad. Pero encontré en éstas maldad y burla, que nada más servían para hacer sentir mal a alguien, una sonrisa hipócrita en algunos casos e hiriente en otros.
Al ver que los muchachos, jugando al fútbol, no tenían ningún objeto con qué delimitar el arco, les ofreció su libro para ponerlo en su lugar, pero les pidió afablemente que no lo pisen, que no lo pateen.

Él, en el árbol aledaño a uno de los que los chicos usaban de arco, se dispuso a ver cómo jugaban y permaneció sentado inmóvil, divisando el juego y añorando sus años de juventud.
Después de unos minutos, la pelota se colgó en el árbol donde el viejo reposaba, en su actual árbol.
Sin pensarlo dos veces se paró lo más rápido que pudo para buscar una solución y vio a los chicos enojados. Discutiendo y al mismo tiempo encontrando cada vez más difícil la idea de bajar la pelota, al viejo se le ocurrió una idea: golpearían ésta con otra pelota, pero ya que ésta última no existía, entonces sería una piedra. Así entonces, con una piedra que encontraron en el piso, lograron bajar (después de varios intentos), la pelota que había quedado atascada.

Entonces todo andaba muy bien, hasta que llegó un hombre, de esos cuidadores de plaza, de esos que ponen orden y arreglan las cosas para que todo salga bien. Pero éste no era precisamente un buen hombre, alguien sensato, sino que quería que el viejo y los chicos se vayan porque habían estado mucho tiempo, y había otra gente que podría estar queriendo usar ese lugar para comer, por ejemplo.

Acá fue cuando el viejo se volvió a parar y le pidió amablemente que los dejara jugar, o por lo menos hasta que efectivamente haya otro que los saque. Pero el cuidador fue reacio a cualquier intento de dejarse convencer (vale destacar que ese cuidador era yo).
Mientras que el anciano me intentaba convencer, muy amablemente (valga la rebundancia), yo veía atrás a los chicos pateando un libro, el libro que después me enteré: era el que el viejo le pidió especialmente que no lo pisen.

Conclusión: el viejo intentaba convencerme y los quería a los chicos tanto como para defenderlos y peleaba porque sigan allí (aunque no los conocía). Los quería mucho y había sentido afecto por ellos, y sin embargo los muchachos le destruían su libro, su único amigo del día.

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