Estoy seguro de que mi sueño debió haber sido sumamente
anormal, incluso tan extraño que no soñé con desamores, nostalgias o temores.
Pero no me acordé, ni me acuerdo a qué jugó mi subconsciente cuando mis ojos
estaban cerrados. Tan simple como eso: no me acuerdo. Pero me sentía apático,
vacío, lleno de nada. Claramente no esperaba sentir frío, pero no sentí pena,
ni soledad, ni el verbo amar se cruzó por mi cabeza como un anhelo o ansiedad.
Sentí esa sensación no tan extraña, sentí dentro de mí a ese intruso errante
que no desaparecería fácilmente: sentí miedo.
Y acá vuelve a escribir, esa persona que ya conocés. Esa
persona que cambia de opinión fácilmente. Esa persona que a veces se ciega y se
deja llevar por su negligencia. Quien sufre por esa rosa que aguarda, que
espera, y juega con la debilidad del hombre. Ese soy yo: un pobre idiota que
apostó todo a una mujer, apostó todo a un final feliz que no llegó, apostó todo
a nada, apostó y perdió, regaló y perdió.
¿Y quién creés que soy? ¿Soy el del principio? ¿Soy el de
recién? Yo tampoco lo sé, pero lo sé. Ni yo mismo espero una respuesta, ya no.
El verbo esperar no existe en mi diccionario, ya no. El verbo sentir permanece
ardiente. No soy el del primer párrafo, no soy insensible. Soy algo mejor de lo
que escribí, soy mejor: mucho mejor.
Pero soy inteligente, al fin mi corazón idiota fue vencido
por mi razón, al fin le dio su espacio.
Sé que valgo, por supuesto. Y lo repito, y lo afirmo.
También sé que no puedo ir a buscarte, no puedo perder más tiempo. No quiero
dejar de vivir, no puedo seguirte. No quiero seguir los pasos de nada. No puedo
llegar a vos: una estrella perdida, perdida… quién sabe dónde. ¿Quién sabe en
qué parte del universo se perdió? Pero ya está, el tiempo se acabó y debo
seguir adelante.
La vida es corta, y creo que hay que vivirla.
Me hiciste crecer, te agradezco. Y ahora no llores.
Hasta nunca.
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