martes, 18 de febrero de 2014

I felt free

Estaba en lo alto del camino, estaba en lo alto de la aventura. Recién cuando llegué al tercer mirador me di cuenta que había subido solo, que había caminado completamente solo (o por lo menos sin compañía conocida). Me senté a apreciar el aparentemente apacible paisaje. Pero quería seguir subiendo, nunca me conformaba. Noté que la gente se quedaba en ese lugar, que no estaba dispuesta a continuar caminando y cansando (como ellos decían) las rodillas. Escuché que querían bajar. Unos por falta de entusiasmo, otros porque tenían hijos de cuatro o cinco años que a la larga "estorbarían" la caminata. Otros tal vez por cansancio, incluso por hambre. Yo, en cambio, era fuerte (me repetía a mí mismo), y seguí. NADIE había seguido conmigo (nadie ni siquiera como compañero de viaje, no tenía por qué conversar). Pero era uno de esos momentos en que uno más bien busca la soledad para pensar. Con esa reciente idea en mi cabeza volví a mirar hacia abajo y me sentí feliz de continuar. Ni me acuerdo qué sentí, tal vez alegría, tal vez placer; o tal vez esa mezcla rara de orgullo y narcisismo que uno siente por "ganarle" al resto (hasta evitando pensar que los otros también podrían haber continuado, pero en definitiva sabiendo que todo se hizo para satisfacer al temerario orgullo interior).

Y pensé muchas cosas, aunque nada nuevo. Seguí caminando con ese líquido en mi cara que me pertenece. Ahora lo único que escuchaba eran mis propias pisadas sobre esas piedras que no terminaban de romperse. Ya no sentía ni dolor ni ausencia de nadie, ya no me sentía solo. Alguien me estaba llamando, alguien me estaba llamando nuevamente. No lo había escuchado hasta ese momento, no había tenido ni siquiera la amabilidad de darme la vuelta. Me había seguido todo el camino, era un fiel amigo que nunca falla. Recién ahí (precisamente) lo empecé a escuchar, o por lo menos lo empecé a no ignorar
Al principio le pregunté qué quería, no quería su compañía: me quería sentir independiente. Hasta creo que largué de mi boca un ¡QUE NADIE ME MOLESTE!. Pero entonces supe que no era nadie, que no era alguien, era Él: simplemente mi amigo. Ahora me doy cuenta que también mi maestro.
Le agradecí y me detuve, bajé, como si mi encuentro con Él me hubiera abierto los ojos, me hubiera despertado, me hubiera dicho cuidado, me hubiera dado un fruto nuevo, tal vez un caramelo de la felicidad.

Entonces aunque cansado salté de alegría, más cuando me frenó y no me dejó seguir adelante, en realidad sí me dejó (pero me terminó convenciendo).

Más cuando su aparición sorpresiva me dio la llave para el no suicidio.

¡Más cuando me perdonó! 

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