domingo, 9 de marzo de 2014

La última vez

Todo lo hiciste con muchas ganas. Todo lo hacías muy convencida, con mucha seguridad. No te puedo culpar por la vez que me gritaste y juraste no volver a hablarme sólo por haber tirado café sobre tu falda. Tampoco por la vez que no fuiste al club de frente de mi casa, como habíamos quedado; y esperé en vano a alguien no egoísta que no llegó jamás. Tu personalidad no variaba según las demás personas, eras bien firme en tus ideologías y pensamientos. Aunque tan sólo tuvieras dieciséis años. No te importaba qué pensaran de vos, pero nos querías tanto. Me acuerdo de ese día que te enojaste porque no te presté la raqueta de tenis. Ya ni me acuerdo por qué me negué. Nunca me dijiste nada, eras muy vergonzosa, no te salía bien eso de transmitir sentimientos. Hasta llegué a pensar que eras insensible. Qué grave error, ¿no es cierto?. Pero con los animales era distinto, siempre los acariciabas y les hablabas, y les hablabas para que no te contestaran. Y cómo te gustaban los animales, y los acariciabas, eras más amiga de los de cuatro patas que de los de dos. Es cierto que demandaba demasiado trabajo de mi parte, pero nunca llegaba a enojarme del todo por tu comportamiento hostil y solitario porque al no mucho tiempo de ser injusta y enojarte de más, devolvías una sonrisa que escondía la palabra perdón. Porque te excusabas, y aunque nunca me gustaban las excusas, estas me tranquilizaban. Tal vez porque creía que no tendrías por qué dármelas: yo era uno más, nadie importante según tu comportamiento narcisista.

Pero cada vez te odiaron más, en la escuela siempre hablaban mal de vos, y en el barrio todos te conocían como rarita. Aunque para mí seguías siendo una persona incomprensible y por lo tanto (en algún sentido), perdonable. Incomprensible porque yo intentaba ir más allá y conocerte mejor; por qué te comportabas así, qué te había pasado. Los demás no lo soportaban, simplemente te dieron la espalda, te pusieron el título de excéntrica. Y fui testigo tantas veces de situaciones en que no eras vos la molesta, sino ellos. Sino aquellos que no dejaron de perseguirte para hacerte de esa cruz tan penosa (me refiero a las cargadas), una todavía más difícil de soportar.

Ahora me siento mal, estoy llorando. Ocurre cuando uno se da cuenta que no sólo no hizo lo mínimo para cambiar la situación, sino que le costaba más hacer lo doloroso, y casi siguió el plan de lo segundo a propósito y con saña. Creo que el perdón es el primer paso y por cierto no es suficiente, vos me habrías dicho que hice lo mejor posible, que no me sienta mal. Lo sé. Escribo y lloro más, porque mientras más me-te analizo, más me doy cuenta lo injusto que fui.
Y cuando llegó el momento de pedirte perdón, de ayudarte, de cambiar todo, sucede lo peor, algo inesperado.

Ocurrió el lunes, me acuerdo, vos ya me habías dicho que no me ibas a hablar más, y me habías dicho que me fuera. Que me odiabas (y un golpe sufrió el corazón del melancólico que escribe). Ya habían pasado dos semanas, ya era mucho para mí, siempre estaba al lado tuyo, aunque no ayudándote. Y ese lunes te daría la sorpresa, aunque no sabía cómo reaccionarías: si con bronca o con indiferencia. No llegué y presencié lo ocurrido.

Estabas por cruzar la calle, vi a un loco manejando a todo lo que da (creo que el pie derecho se le había quedado pegado al acelerador). Y gracias a él, vos morirías, serías atropellada. La calle no estaba vacía, debía haber cinco o seis personas transitando por la vereda. Pero no se escuchaba nada, nada. Solamente el motor de ese desprevenido (no quiero pensar que perverso) conductor que no quería o no podía parar.
Y estabas a punto de ser atropellada, salvo que ese te esquivara, había autos y cruzaste mal la calle, estabas ansiosa, no sé si me habías visto. No sé que te pasaba, parecía que querías terminar con tu vida.
Pero no te dejaste atropellar, porque gracias a Dios frenó, como si todo estuviera premeditado. Fue raro, los autos alrededor seguían rumbo sin inmutarse por lo ocurrido, y el auto que causaría tu muerte frenó con tanta sincronía, con tanta indiferencia; como si vos fueras el rojo que dice tácitamente: pare. Lo hizo a unos diez metros de tu cuerpo. No bajó, ni el auto hizo ruido de súbita frenada, fue todo coordinado (ya había empezado a bajar la velocidad desde antes), esperó que avanzaras, ya era el último auto y tenías toda la calle libre. Con tu peso tardaste en avanzar, no estabas dispuesta a darle las gracias. Pensé que podría cruzar mitad de calle y agradecerle al conductor, la calle estaba vacía, el semáforo del peatón acababa de ponerse en verde. Y lo hice, y crucé pero no llegué a agradecerle. Vos no habías pasado, no habías terminado de cruzar el trayecto que el auto recorrería si avanzase. Y todo fue en un santiamén, no habías tardado nada. Y el auto arrancó, todavía estando su semáforo en rojo, y te arrastró con esa fuerza propia del auto. Y quedaste ahí, tendida en el pavimento, y sin más vos y sin más amiga y sin más penas.

Y el auto siguió conforme a su reglamento, a ese que decía que esperase dos segundos y arrancara. Nadie sabe por qué lo hizo, ninguno de esos desalmados pensó alguna vez qué había pasado. Los autos seguían, ese cuerpo vacío estaba ahí tirado todavía sobre la calle.

Todo siguió normal, todo siguió muy normal.

y con un cuerpo en la calle ya cansado de agonizar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentar no muerde...